Mientras sus dedos danzaban
por el sinuoso sendero de piel sudorosa, guiándose por las promesas de humedad
y calidez las manos y su dueña ciega de pasión, reconociendo el cuerpo de su
amada como al suyo propio. Amándolo con natural conocimiento y apretujar esos
pechos firmes que merecen caricias profundas y el sudor que se evapora del
cuerpo de Carmen con sus labios intocables, esos labios que rezan día y noche,
oraciones automáticas y ahora murmuran suavemente barbaridades, languideciendo
y dejando que Rosa de cuerpo menudo, pezones como corolas inflamadas, pálidas y
frías y los labios de Carmen derritiendo esos copos de nieve que son sus
aureolas perfumadas.
Por la ventana se infiltran
los primeros rayos del sol y las monjas deben volver a sus claustros, también,
Rosa y Carmen. Son las novicias que su osadía de amarse desde la infancia las
convertía en amantes prohibidas.
Carmen salta por la ventana,
su hábito le estorba un poco al saltar pero aun así sortea las bardas. Cayendo
sólidamente se incorpora y recuerda cómo se fracturo la nariz de niña, así
sorteando bardas, saltando ventanas, siempre acelerada en su andar.
Al llegar a su claustro
trepa por la enredadera. Partes de las paredes
antiquísimas y húmedas. Son las lluvias tenues de junio las que embalsaman
el ladrillo color chocolate donde todavía se observan las huellas dactilares de
aquellos que moldearon las paredes que contendrían a generaciones de monjas en
el Convento de San Agustín, donde Rosa y Carmen vivían ahí desde hace tiempo,
las dos, huérfanas de padre y madre. Las dos en la Gracia de Dios. Y ahora tan
abandonadas a su delirio.
Rosa tenía una mejor vida,
sus padres tenían dinero, una casa en un vecindario agradable, no había perros
callejeros ni basura, pero un día los asaltaron en el coche, el padre quiso
reaccionar y recibió dos disparos en el pecho. A la mamá nunca la encontraron
pero años después apareció un cadáver perdido en el bosque, las placas dentales
corresponderían a las de la mamá de Rosa y sus tíos decidieron mandarla al
Convento donde le enseñarían a amar a Dios. Le dijeron que Dios quiere a las
niñas como un Padre pero más amoroso e inmortal.
Rosa lloraba todos los días,
todas las noches, se escapaba a los alrededores del Convento y lloraba, tanta
lágrima la agotaba, sería una deshidratación de primer grado si no fuera por
Sor Cloe que le daba agua del pozo con miel, a veces la calentaba un poco en
esas mañanas frías y Rosa podía ver todavía la tierra en el agua pero aun así
era agua limpia y se la tomaba porque le gustaba que Sor Cloe la cuidara. Las
niñas fueron aceptadas por la Madre Justine. Se hizo una excepción dadas las
circunstancias tan precarias en que se encontraban las niñas. La mayoría eran
mujeres que abandonadas por la sociedad, casi exiliadas llegaban a tener un
poco de consuelo en los votos de silencio y castidad, su descanso y total
frugalidad aunados al silencio permitía que algunas de ellas experimentaran el
éxtasis religioso que en silencio las recorría de pies a cabeza y algunas de
ellas aseguraban que Cristo las poseía, era un amor como el que sintió la
Virgen incorpóreo, etéreo sin pecado pues el pecado está en la carne decían en
misa cuando leían la Biblia polvorienta y se sabían de memoria fragmentos
completos de cómo los apóstoles seguían a Cristo y experimentaban ese éxtasis
cuando el Señor en sus discursos despertaba al amor y la felicidad que removía
sus almas como si fueran un gran caldero de pasiones ocultas y desconocidas y
entonces con Sus palabras encontrarían un cauce divino.
A los primero días que
llegó, cuando Rosa lloraba y de tanto llorar entraba en un trance donde los
ojos se le iban para atrás. Entonces la bañaban a cubetazos de agua de pozo. Pensaban
que la niña estaba enferma por llorar tanto pues siempre se le veía con los
ojos enrojecidos y se le sorprendía gimiendo. Interrumpía a las demás monjas
cuando rezaban los Padres nuestros y las Aves marías, las interrumpían cuando
tenían que hacer voto de silencio, interrumpía Rosa tan acongojada y bella y
por bella la toleraban pues era una niña de palidez fantasmal, con unas pocas
pecas en la cara. Desde que llegó no perdió esa mirada de corderito, que miraba
que daba pena y las monjas se les hacia el corazón añicos y la abrazaban y le
cantaban, para que la sonrisa curara su alma pues sabían que era más efectivo
que ningún remedio y contaban como Sor Trueba la cocinera se cayó un día con
todo y cacerolas y como intentaba pararse sin éxito pues el piso resbaloso se
lo impedía y como el hábito le había llegado a tapar los ojos, no sabía si
pararse o arreglarse el hábito y su cara colorada por eso le decían “La
Jitomata”, en secreto porque aunque era un Convento también era una casa y en
las casas se permite la confianza que tiene como invitada a la risa pero cuando
llego otra invitada, Carmen, Rosa dejo de llorar y empezó a reír.
Carmen también era una niña
huérfana, su padre abandonó a su madre cuando ella era un bebé y su mama se
lanzó desde un risco por la tristeza tiempo después, por eso Carmen no soporta
las alturas pues el día que murió su madre la buscó por todos lados y luego fue
a ese lugar donde su madre iba a llorar y al asomarse la vio flotando en al
agua como una muñeca y a su alrededor la sangre de todo su cuerpo. Al otro día
de que habían sacado el cuerpo la sangre seguía ahí, los peces y los corales se
tiñeron de rojo y a Carmen se le desarrollo una fobia por la sangre y las
alturas.
Las niñas le daban vida a
esas paredes mohosas, a esos pasillos oscuros y húmedos que olían añejo, con
estar un momento se podían sentir las raíces crecer de los pies y como los
ladrillos sudaban y el frío se metía por debajo del hábito hasta los huesos.
En el convento estaba
prohibido entablar relaciones entre otras monjas pero como ya habíamos dicho
este era más como un retiro espiritual perpetuo para esas almas que no
encontraban consuelo así que algunas leyes se rompieron mientras hubiera comida
para hoy y reservas suficientes, ropa limpia, los salones y la capilla
impecables, los miles de libros polvorientos y viejos acomodados
alfabéticamente por fecha, por tema, por número, con que todo luciera
exactamente igual que hace centenas de años se les permitía a las monjas ser
felices pero nunca fueron más felices que Carmen y Rosa.
La primera vez que se
conocieron, Carmen casi muere de susto, de por sí era muy imaginativa y al
entrar al convento no pudo más que pensar en almas en pena que rondarían su
sueño y peinarían su cabello rojizo con sus manos invisibles, y también congelarían
su rostro con el aliento gélido y fantasmal. El primer día que llegó, le
enseñaron el Padre Nuestro y la dejaron en la capilla pero no sabían que Rosa
estaba cerca, llorando como siempre, así que cuando Carmen escuchó sus gemidos,
se sobresaltó, su corazón latía violentamente pues sabía que habría espectros
encerrados en esas paredes antiguas, se asustó tanto que quedó paralizada pues
no sabría qué hacer si descubriera que existen entes de otra naturaleza que la
humana y luego encontró a Rosa en un rincón, abandonada al llanto, Rosa la vio
y siguió llorando así que Carmen se acercó a su rostro y sorbió todas las
lágrimas hasta que Rosa dejó de llorar pues Carmen la había dejado sin llanto y
entonces sonrío y se abrazaron un buen rato mientras Carmen saboreaba las
lágrimas dulces de Rosa en su boca que tiempo después trataría de emular con
agua de pozo y azúcar, bebía el agua de lluvia de las corolas, sorbía las
lágrimas de otras monjas pero nada le pareció más dulce hasta que un día besó a
Rosa en la boca pues tenía sed de su dulzura y a Rosa le pareció que Carmen
entraba en su alma y le sacaba la tristeza así que se dejó besar pero eso fue
después pues ahora jugaban como dos niñas que eran y reían mucho y su carcajada
era como música en el convento.
Cada día se levantaban antes
de que amaneciera y se bañaban con agua del pozo, a veces las otras monjas las
ayudaban pero empezaron a notar que eran las únicas que se bañaban así que
nunca vieron a las monjas sin sus hábitos, llegaron a pensar que nunca se lo
quitaban que dormían con ellos que incluso las enterraban con ellos, cosa que
comprobaron cuando murió Sor Herme y la enterraron con el hábito y desde ahí se
prometieron nunca usar esa ropa tan desagradable e incómoda pues pensaban que
al ponerse el hábito nunca más iban a bañarse así con agua fresca del pozo que
las inyectaba de energía, sus cuerpos temblorosos se juntaban si hacía mucho
frío o se tendían desnudas en el pasto impecable hasta que los rayos de sol las
secaban. Nadie nunca les dijo nada, su desnudez mutua era un espejo pues se
observaban y entendían como eran sus propios cuerpos pues no habían espejos así
que comprendieron muchas cosas viéndose unas a otras además de que eran muy
lindas quizás sus padres eran extranjeros pensaban las demás monjas pues tenían
rasgos caucásicos y la mayoría de ellas eran mestizas y venían de familias
pobres y numerosas donde los padres las corrían de la casa y no querían acabar
como prostitutas en las grandes ciudades como les sucedían a personas de su
conocimiento, personas que eran incluso sus amigas y a veces llegaba una que
otra que después de años de explotación sexual en los prostíbulos entendían que
era mejor estar sin los hombres, sin la sociedad sin la corrupción, sin la
maldad. Y casi nunca se le preguntaba a nadie de donde venía o porque habían
llegado ahí solos se les acogía con amor se les enseñaba a leer con la Biblia y
se les imponían ciertas reglas que si eran desobedecidas tendrían que abandonar
el convento sin excusa. No había hombres en el convento y si llegaban a venir
era para entregar víveres o entregar el correo pero ninguno se quedaba más que
un par de horas así que los hombres no estaban prohibidos solo no existían en
ese mundo.
A veces Rosa y Carmen iban a
la capilla y veían a Cristo en la cruz de tamaño natural y veían sus ojos y su
cuerpo y se preguntaban que habría debajo de ese paño que cubría sus partes
pudendas y cuando le preguntaban a las monjas solo levantaban el paño y las
niñas veían que no había nada solo una superficie lisa así que llegaron a
pensar que lo que ellas tenían debajo debía ser una boca y llegaron a tratar de
alimentarla solo que experimentaban mucho dolor si trataban de introducir algo
lo más mínimo así que terminaron por decidir que no era una boca pero que ese
conducto debía llegar algún lado y cuando les preguntaban a las monjas ellas
solo les decían que era para tener hijos pero se aterraron con la idea pues el
dolor las mataría así que se prometieron nunca tener hijos. Sin embargo en sus
juegos para averiguar para que fuera útil, eso que tenían entre las piernas la
Naturaleza les dio la clave.
Un día después de bañarse se
tendieron en el pasto como de costumbre para que el sol calentara sus cuerpos y
así dormían, encima de la alfombra de pasto. Carmen debajo de una pequeño árbol
donde una rama daba exactamente por encima de su cuerpo de forma que desde la
primera hoja de hasta arriba se empezó a escurrir una gota de agua que fue a
dar a la siguiente abajo y a la siguiente abajo hasta que se juntó una muy
buena cantidad de agua en la hoja de hasta abajo pero no tanto para volcarse
así que como el tallo era fuerte se doblaba un poco y una gota tibia de lluvia
cayó entre las piernas de Carmen, la gota estaba tibia tanto que cuando llego a
la entrepierna de Carmen ni siquiera despertó, luego cayo otra gota y otra y
otra hasta que Carmen se despertó, había experimentado un orgasmo en sus
sueños, cuando observó lo que estaba pasando no lo pudo creer, su teoría era
hasta punto cierto verdad lo que tenían entre las piernas, esos pliegues de
piel si eran bocas pero no tenían hambre tenían sed, así que abrió más las piernas y las gotas cimbraban todo su
cuerpo tocándola suavemente y después de un par de decenas se retorcía con una
corriente eléctrica que la recorría desde su entrepierna subiendo como una ola
de calor por su vientre, erectaban sus pezones opalinos y de su garganta salían
gemidos. Cerraba los ojos y cuando pensaba que habían pasado años con los ojos
cerrados los abría, entonces comprendió que era una persona sedienta y que por
más que tomara agua con miel lo que necesitaba era esa agua tibia que la
acariciaba entre las piernas pues ahí es donde tenía sed.
Cuando le contó a Rosa al
principio no le creyó así que acordaron ir debajo del árbol cuando lloviera
pero Carmen no pudo decirle donde ponerse porque no sabía que la hoja se había
vencido después de provocarle un par de orgasmos y entonces después de días y
días esperando lluvias e ir a otros árboles decidió explicarle y le dijo que se
tendiera en el suelo sin ropa y con sus dedos empezó a tocar a Rosa con
delicadeza primero, luego más rápido, emulando las gotas cayendo y tocándola
suavemente, hasta que lograba que Rosa se contorsionara y cerrara los ojos
transportada a ese mundo mágico donde vio luces brillantes de colores y
comprendió que había una cosa más placentera que reír y eso era que Carmen la
acariciara pues estas caricias eran mejor medicina que la risa.
Transcurrieron los años y la
rutina de vivir en el convento se volvió un estilo de vida y pronto las dos
niñas se convirtieron en dos novicias que gustaban del conocimiento bíblico y
demás, se encerraban en la biblioteca por horas leyendo historias de lugares
desconocidos que pensaban visitar tan pronto cumplieran veintiún años pues así
les dijo Sor Cloe pues era claro que ellas no estaban hechas para vivir en el
convento.
Mientras tanto lo que empezó
como un juego ahora era una adicción cruel que las atormentaba si no
satisfacían los deseos de sus cuerpos, recurrían a todo cuanto estuviera a su
alcance para amarse libremente, se besaban, se tocaban comprobando como su
cuerpo reaccionaba y pedía más y se preguntaron cómo sería que una persona tan
ajena a ellas pudieran entender su sensibilidad y la magia de su cuerpo.
Cuando llegaba una aspirante
a monja las dos chicas las desnudaban con la mirada pues sabían que estaba
prohibido indagar en la vida así que debían reestructurar toda una historia por
como vestían, como caminaban, como comían, como miraban, como hablaban.
Aprovechando todo minuto que podían observarlas hasta que pronto con el tiempo
y la religiosidad se perdía todo rastro de su vida pasada y se convertían en
una figura más que no hablaba, que no reía, que solo rezaba y en su ojos se
observaba el éxtasis religioso de estar consagradas a Dios y su Iglesia, en si
esa mirada chispeante les daba un poco de vida pero aun así parecía que
llegaban al Convento para habitar su última casa y olvidar sus pecados y
esperar con ansia la entrada al Cielo.
A veces sin que nadie se
diera cuenta y eso estuviera totalmente prohibido, Carmen y Rosa, dormían
juntas. El manto de la noche, cómplice de sus arrebatos eróticos, las sumergía
en la ebriedad que las caricias y los besos provocaban. Su abandono era tal que
en los sueños se seguían amando y besando, ahora encima de una nube, ahora con
formas de animales de cervatillos, se amaban en la intimidad de lecho tibio
anudadas de pies y brazos. Sus lenguas recorrían hasta el último rincón de sus
cuerpos, sus pechos cada vez más protuberantes eran presionados desde la base
hasta el erecto pezón, mordisqueados, pellizcados, era un hecho que las
caricias que se prodigaban eran ejecutadas con tal precisión como si se
estuvieran acariciando así mismas, cosa que hacían cuando no podían dormir
juntas, después del placer sexual reían con risas de niñas, con sus cuerpos
casi convertidos en cuerpos de mujer.
Una noche Rosa no llegó al
lugar en el bosque donde habían quedado de verse para amarse detrás del
matorral en el panteón. Pasaron las
horas interminables y Carmen no sabía que sucedía tal vez pensó que había
encontrado a otra monja en el camino que la había estado entreteniendo pero era
demasiado así que regresó y vio a Carmen sentada en el borde de la cama con la
cara más pálida que nunca y sin poder hablar. Después de que le preguntara que
había pasado Carmen le mostró las sabanas de su cama manchadas de sangre.
Carmen se sintió enferma pero por no asustar a Rosa se controló. Recordó a su
madre muerta y la sangre a su alrededor y casi se desmaya. Se sentó en la cama
y Rosa se estremeció pues pensó que algo malo le había pasado que se había
lastimado pero Carmen le dijo que no se asustara pero que la sangre provenía de
ahí dentro, de su matriz. Le dijo que pensaba que iba a tener un hijo y
que ella era la madre. Rosa se estremeció. En algún recóndito lugar de su
consciencia habitaba la duda acerca de entregarse a Carmen con tanta devoción,
así como se entregaban las monjas a Cristo y ahora sabía el porqué: tendrían un
hijo y las expulsarían del Convento. Por mucho que hubieran leído en la
biblioteca no encontraron referencias de que dos mujeres pudieran tener un
hijo. Siempre era hombre y mujer así que lo atribuyeron a un milagro así que
empacaron sus cosas y huyeron del convento con Dios como cómplice.
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